La escuela se despierta con luz verde. Sonrisas enormes
entran por la puerta con mochilas vacías. No tienen nada que meter dentro, pero
las traen igualmente para llevárselas al final de cada día llenas de gritos,
peleas, carreras y alguna palabra nueva en inglés.
Los mayores sí meten cosas dentro, cuadernos de segunda o
tercera mano, bolígrafos rotos y otros tesoros que esperan para hacer las
delicias del patio del colegio: una goma de la cámara de una bicicleta, un taco
de madera, los restos de un altavoz o una linterna ¡con pilas! Comparten todo.
A veces a regañadientes, pero siempre con una sonrisa al final, porque
los niños de Camboya son como sus padres sonríen aunque ya no les queden
motivos.
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