Al lado de casa había una imprenta abandonada. Sin tejado,
sin paredes, sin suelo. Tres plantas de esqueleto arruinado por el frío de los
meses de febrero.
Lo descubrí después de haber pasado varias veces por la
puerta y me temblaron las piernas al pensar en las fotos del vertedero del
sótano, las escaleras a medio caer y las ventanitas de la fachada. Muchas,
muchísimas ventanas pequeñas.
Era una imprenta porque así lo ponía en rótulo partido. Y un
escalofrío me recorrió la columna de felicidad y nostalgia.
Al día siguiente comenzaron las demoliciones. Y a pesar de
haber visto el edificio sólo una vez me dio mucha pena que lo tiraran. No sé
por qué. Ese edificio era mío desde hacía sólo veinticuatro horas y me lo
habías arrebatado. No pude acostumbrarme a él, a su color, a sus vigas, a sus latas
de cerveza oxidadas. No pude cansarme de pasar por su puerta, tan deshecha como
el cartel. No pude hacer fotos. Ni una.
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