Hace algunos meses leí un artículo en Facebook sobre niños.
Los que me seguís en esta red social sabéis que me he radicalizado un poco
respecto a algunos de estos post promadresfelices, pero este artículo me
encantó. Hablaba de un montón de cosas. Una que me gustó mucho fue sobre no
pedirle besos a los niños. Me violenta mucho ver a alguien besar, abrazar o
coger a un niño sin su consentimiento. Y esto, en general lo llevo bastante a
rajatabla. Eso no quiere decir que no sea cariñosa con ellos, al contrario,
pero les dejo su espacio, su ritmo. Por respeto.
Pero lo que yo quería deciros es algo que no me gustó de ese
artículo. Bueno, en su momento llegué incluso a estar a favor, pero pensando y
repensando he cambiado de opinión. El punto en cuestión hablaba del conflicto
“compartir los juguetes” y decía que no hay que obligar a los niños a que
compartan sus juguetes. Creo recordar que lo justificaba bajo el argumento “qué
pasa si alguien ya de mayor te pide tu coche y se lo tienes que dar porque
tienes que compartir”. Pues bien, señores, compartir no es una obligación, es
una forma de vida y los niños tienen que aprender que compartir no es un
sacrificio si no una oportunidad. Porque ¿qué pasa si tú un día necesitas un
coche para una urgencia y nadie te lo quiere prestar?.
Hace unos años en uno de mis viajes viví una experiencia increíble. Llevábamos horas caminando entre
arrozales cansados, sedientos y llenos de barro tras algunos culetazos en el
lodo. Llegamos a un río donde había unos diez niños bañándose, cantando y
jugando desperdigados por la orilla. Enseguida vinieron a saludarnos, a reírse
de nosotros por nuestra cara de matados y a pedirnos las botellas de agua
vacías para, entre otras cosas, jugar.
Llevábamos unos dulces y unas magdalenas que habían traído mis padres
desde España, regalo de mi abuela. Decidimos dárselas sin que nos las pidieran.
La cara de los niños fue divertidísima, viendo aquellos dulces maltratados por
los kilómetros y el sol. Algunos se arremolinaron y aunque no hubo ningún
empujón sí que se vio alguna mirada pícara. Pusieron los dulces encima de una
roca, hicieron un círculo y empezaron a comérselos con las manos. Pero no
estaban todos. Algunos de los niños estaban teniendo dificultades para llegar
hasta nosotros por entre las piedras del río. Entre bocado y bocado el resto
les llamaba diciéndoles en su lengua que se dieran prisa. Y, aunque los más
espabilados ya habían metido la mano un par de veces en la bolsa de pronto
dejaron de comer y esperaron a que llegaran los rezagados. Le habían guardado su porción, nadie había
comido más de la cuenta. Cuando llegó el último comió exactamente igual que el
resto. Todos reían con la boca llena de migas y los ojos vibrantes. También
había una mujer de unos 30 años. A ella también le guardaron su parte aún
cuando no había dicho ni una palabra. Cuando todos hubieron terminado llegó a
comerse su magdalena.
Y eso es exactamente lo que quiero de mis niños. Y con “mis
niños” me refiero a mis alumnos, a mis sobrinos, a mis amigos ya mayores.
Porque compartir no es una obligación, es una forma de vida. Es disfrutar de lo
tuyo con los demás, es saber que cuando tú lo necesites ellos estarán ahí
animándote para que llegues y esperándote. Porque eso es lo que tú harías por
ellos.
El mundo en el que vivimos es individualista, egoísta y
antisocial. Y de nosotros depende minimizar eso en el día a día.
Nuestros niños tienen de todo. DE TODO. Y si su juguete favorito se rompe porque lo
han compartido con otros niños pues qué mala suerte. Pero más triste es tirarlo
dos años después, nuevo, porque ya no lo usa. Debemos enseñar a nuestros hijos a jugar con los juguetes de los otros niños a tratarlos con cuidado y respeto y a
compartir. Sobre todo a compartir.